sábado, 27 de septiembre de 2008

'El Anticuario'

Bajamos del auto a tres cuadras del cementerio. A mi mamá no le gusta acercarse a los cementerios, pero este restaurant se veía lindo y nos lo habían recomendado. Quedaba sobre Bernardo de Yrigoyen, en una de las zonas más lindas de Mar del Plata. Durante esta época del año, se vuelve muy agradable acercarse al puerto y experimentar ese clima melancólico a historias por contar, a amor perdido en algún lugar remoto, mezclado con las imágenes de barcos que llegan, lloran unas lágrimas y vuelven a despedirse. Ese es el gusto delicioso que la ciudad me deja durante el año. En plena temporada, el gusto se parece más a aquel de miles de turistas ensuciando la peatonal con la farándula programando escándalos para que el público los consuma. Si me dan a elegir, a Mar del Plata la prefiero fría y primaveral.
‘El Anticuario’ por fuera era de paredes bordó y puerta verde. Al entrar, un hombre de unos 50 años nos recibió y nos asignó un asiento. La calvicie había triunfado en su cabeza, vestía de negro y hablaba con una voz grave y tono educado. Decidí llamarlo César, y me reí por dentro. Nos sentamos en uno de los boxes al estilo americano. Alrededor mío, yacían decenas de objetos en desuso que alguna vez habrán servido a mucha gente. Había balanzas, barriles de cerveza, publicidades de mitad de siglo mezclados con objetos del mundo acuático. Naturalmente, no se me hizo difícil entender el porqué del nombre del lugar.
Mientras yo infantilmente me sacaba la campera y la desparramaba por el asiento, César llegó con los menús y una serie de recomendaciones que bien supo pronunciar. Nos explicó sobre diferentes tipos de pescado y lo chiquitas que habían venido las anchoas este año. A la hora de elegir las ensaladas, el mozo me sorprendió una vez más con su léxico, pues en vez de mezclarlas, César las ‘transpolaba’. Sin embargo, y a pesar de la complejidad de peces y animales marinos, yo fui intransigente a la hora de pedir la cena: carne.
Entre los comensales solo nos contábamos nosotros, un matrimonio, y otras dos personas que estaban en la mesa de en frente. La mujer (llamada Graciela en mi imaginación) no lograba que sus operaciones, arreglos, vestimenta y maquillaje la hicieran parecer menor que el mozo. Recorría los 60 años y estaba acompañada por un joven de unos veintitantos, vestido de traje, rubio y con pinta. Un contraste fuerte. Me adhiero a la revolución sexual, no me molesta ver que la gente combine edades y sexos, pero aun así, nunca dejo de sorprenderme.
Llegó César a la mesa con nuestros platos. En este tipo de restaurants, no es posible pedir ‘carne’. Se trata de revisar la carta y buscar lo más parecido, porque siempre te dan la carne mezclada con muchos condimentos y cosas raras. En mi caso, la carne vino envuelta en algo así como una galletita gigante que no tenía gusto a nada. Apenas se veía la carne. Mi primera reacción fue: ‘me escondieron el pedido!’. En cambio, el postre lo disfruté muchísimo. Fondue de chocolate. Mojé frutillas y bananas ahí y por momentos fui la persona más feliz del universo. Me manché la camisa, pero no importó porque lo hice por la causa. La causa del chocolate. Mientras yo lloraba de emoción por la fondue, en la mesa de en frente traían la cuenta, y cuando César se acercaba con el ticket, el joven se excusó y fue al baño. Llegó más tarde, fingió haber ignorado el detalle de que hubo que pagar, y Graciela le entregó un regalo. Me dio pena por la pobre viejita, pero me puse a pensar y me di cuenta de que los dos salen ganando de esa relación. Cada uno tiene algo que el otro quiere. Es por eso que los barcos llegan a Mar del Plata, que los restaurants están abiertos y gracias a esto, yo puedo escribir en mi blog.

1 comentario:

Anónimo dijo...

muyy bueno keko
jajaaja
yo tambien fui a mar del plata hace unos inviernos y me gusto bastante
ahora, no entendi bien
porque decis que se llama "el anticuario"?
a re
jajajaja