No sé por qué ni cómo me desperté a esa hora. Tal vez haya sido mi deseo de (por una vez en mi vida) despertarme relativamente temprano, o quizá fueron las hermanitas del piso de arriba que empezaban a jugar. Por el ruido que hacen, parece que hubieran reemplazado a las muñecas y las barbies por grúas y tractores. Suelo escuchar dormido cuerpos que caen, pelotas que rebotan en cada rincón posible y por último, nenas llorando. Todos los fines de semana, luego de unas horas de que el sol haya salido, conspiran para taladrarme el sueño. Esta vez no fue la excepción.
Procuré no despertar a mi vieja, y sigilosamente comenzé a vestirme. En el baño cerré la puerta, para que ella no escuchase el caer del agua fría al lavatorio. Cansado, me observé en el espejo. Llevaba días sin afeitarme, mi flequillo de tendencias revolucionarias (pues siempre se va hacia la izquierda) estaba incontrolable, y por último tenía bolsas sobre los ojos. El reflejo de mi mirada apuntaba directo hacia mis ojos que, con una expresión agotada, pedían que me retracte y vuelva a la cama. Pero desobedecí.
Me dirigí hacia la entrada y la luz que atravesaba las ventanas era prometedora. Celestial, y acompañada por el cantar de algunos pájaros, teñía de amarillo cada objeto del living. Era precioso. Casi nunca me detengo a ver de cerca este humilde espectáculo. Considero que fue una pequeña recompensa a mis esfuerzos por levantarme de la cama.
Una vez en la calle, me sorprendí al encontrar tan poca gente rondando Crámer. Seguramente, todavía estaban durmiendo, o probablemente, haciendo ruido con las hermanitas del piso de arriba. Caminé hasta Juramento y bajé media cuadra. Ya desde lejos prestaba atención al logo de Carrefour, que ahora que descubrí que en verdad es una letra "C", no me canso de verlo.
Entré al supermercado con un objetivo claro. Estos últimos días, me urgió la necesidad de independencia. De repente me entraron ganas de hacer más cosas por mí mismo, lo cual atribuyo a la inminencia del hecho de que estoy creciendo. Pero yo no lo noto. Ya que convivo conmigo todo el tiempo, y es impensable para mí notar cambio físico alguno, decidí que podía madurar de acciones. En otras palabras, la alteración puede radicar en mi mente y en mis actitudes. De ahí que quiero aprender a cocinar, y por eso busqué los ingredientes para la chocotorta. No los encontré. Ni en Carrefour ni en el mercadito de Echeverría y Conesa. Recién tuve que ir al que está al lado de la vía, donde algunas galletitas me vinieron semi-partidas.
Cuando volví a casa, me preparé un café y desembolsé los productos. Lavé unos viejos recipientes, que a pesar de no haber tenido uso acumularon mucho polvo, y puse los elementos sobre la mesa. Luego de un rato, ya había terminado, y metí todo al freezer.
Perfecto. Yo había hecho todo mi esfuerzo y hasta cociné con amor, porque me dijeron que lo tenía que hacer así. Si el resultado era malo y completamente indigerible sabía que la culpa recaería directamente en mí. Ninguno de los productos había expirado. En caso contrario, si la torta salía rica, yo estaría feliz.
Había arreglado con mi mamá ver un documental sobre el Che a las 5. Ya eran las 5. Mientras ella se acomodaba en el sillón y prendía la tele, yo sacaba mi experimento del congelador. Estaba durísimo, no podía cortarlo. Lo metí al microondas 20 segundos. Lo corté en pedacitos y lo serví. Me felicitó.
lunes, 14 de julio de 2008
¿Será que crecí?
Una vez más, escrito y redactado por el mismísimo
Cristian Agustín Domínguez Moresi
en
18:02
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